Me
había hecho la firme propuesta de no reflexionar este año sobre la Navidad,
pero al final me ha vuelto a resultar inevitable.
Después
de cenar en Santa, con parte de mi familia la noche de “Nochebuena”, por
motivos laborales marchamos Pilar y yo a Zaragoza. El termómetro del coche
marcaba 0º, el frío era intenso, las calles estaban desiertas, los coches
abundaban en las calles, involuntariamente, el viaje lo convertí en una reflexión
mientras íbamos recorriendo los kilómetros
que separan Santa y Zaragoza.
Los
árboles del paseo del Muro nos recordaban que estábamos en Navidad.
En
estos días nuestra vida cotidiana, se
llena de luces de colores, de juguetes, de música, de vacaciones en los
colegios, de comilonas….ya habíamos disfrutado de encuentros con los amigos, de
comidas con los compañeros de trabajo y hacia unos momentos de la tradicional cena
de Navidad.
Me
acordaba especialmente de mis padres, de mi suegro, de Moisés, de Antonio, de
Miguel…. De tanta y tanta gente que no están con nosotros en estos momentos, la familia, los amigos y nuestras
relaciones con ellos se hacen presentes es estas fiestas.
La
palabra familia, amigo, evoca en cada uno de nosotros un conjunto de resonancias
afectivas que van unidas a la historia de nuestra vida. Historia tejida en
nuestra mente con recuerdos de lo que sentimos siendo niños, reminiscencias de ilusiones
que tuvimos y se cumplieron, pero también de deseos que nunca se realizaron.
Hay
recuerdos que pesan como cadenas y nos atan al pasado, otros nos hacen recordar
lo bien que lo pasábamos y lo seguros que nos sentíamos teniendo a toda la
familia alrededor. En el viaje iba recordando lo que tenemos y lo que perdimos,
lo que nos dieron y lo que no pudimos tener, los efectos de amor o de abandono,
que vivimos durante nuestra infancia, de los segundos no voy a hacer mención.
Hacia
pocas horas, en nuestra cena había abundancia de comida, gestos de solidaridad
y buenos deseos para todo el mundo. Es como si intentáramos satisfacer de una
forma simbólica, dos de las grandes necesidades del ser humano: el hambre y el
amor. El exceso de alimentos trata de ocultar el miedo a la escasez, y las reuniones
a quedarnos sin lazos afectivos.
Recordaba
mis navidades cuando era niño. La infancia es la patria del hombre y por mucho
que nos pese, todos sabemos que la Navidad es el tiempo de los niños, nosotros
habíamos estado unas horas antes, rodeados de ellos, y ellos necesitan la magia
de estas fiestas mientras los adultos disfrutamos viendo como son felices, nos
alegramos por ellos y porque nos da la posibilidad de recordar, cuando nosotros
éramos niños.
No
es menos cierto, que según como hayamos vivido estas fiestas siendo niños,
volveremos a vivirlas cada vez que vuelvan. En mi casa, en mi familia las vivíamos
de una manera especial, tan especial como cualquier familia de Santa, rodeando
a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros vecinos, rodeando a Eusebio
y Felisa o a José y Paca…. Eran unas Navidades muy felices. El belén, más
adelante el árbol, los mismos platos para la cena, la misa de gallo. Los olores
y sabores se repetían cada año, aquella cena siempre tenía los mismos
ingredientes afectivos y la misma necesidad de abrazar la idea de que no estábamos
solos. Incluso los que se fueron y nos dejaron el regalo de nuestra vida,
permanecen en el recuerdo de todo lo que nos legaron.
Aunque
en la actualidad haya problemas de uno u otro tipo, o la situación sea
precaria, podemos disfrutar de estas fiestas porque esos buenos recuerdos son un
capital enorme que nos ayuda a sobrellevar las adversidades.
El
viaje llegaba a su fin, pero todavía me quedaban ganas de pensar en una
sociedad más justa, solidaria y comprometida, en que de una vez, las crisis
olvidadas reciban atención, que no decaiga el buen trato, el respeto, la
igualdad, y que todos los niños del mundo tengan el apoyo que necesitan, ese
apoyo que encontrábamos en las navidades de nuestra infancia.