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jueves, 27 de junio de 2013

EL SUEÑO DEL ZAPATERO REMENDON

   Aquí os dejo, una pequeña narración, con la que he obtenido el 1º Premio del XXIII Concurso de creación literaria 2013, de Santa Isabel de Portugal.                      

                             “EL SUEÑO DEL ZAPATERO REMENDÓN”

Como cada mañana, miré de reojo el despertador. Faltaban pocos minutos para que comenzase a sonar; eran las 6.25. Perezosamente estiré el brazo y desconecté la alarma para que Pilar no se despertase.
Ese era un día muy especial; después de 32 años. No iría como cada mañana a mi taller de zapatería. Tenía que hacer algo que nunca pude ni imaginar: tomar posesión de mi nuevo cargo.
Era de costumbres fijas. Mientras me afeitaba escuchaba la cadena SER; una de las noticias destacadas del día era la toma de posesión del nuevo gobierno de Aragón en el edificio Pignatelli. Sonreí al escucharlo; para mí no dejaba de ser el hospicio.
La noche anterior, había medio discutido con Pilar sobre qué ropa tenía que ponerme. Ella empeñada en que debía ponerme el traje negro que había estrenado para la boda de mi hijo Mateo, yo terco en ponerme un pantalón de tergal, de color marrón y el polo del cocodrilo, que me había traído mi hijo Mateo de su viaje de novios a Milán. Siempre supuse que el polo lo había comprado en algún mantero. Me daba lo mismo, llevaba con orgullo el regalo de mi hijo mayor.
Pilar era mi paciente esposa y compañera de trabajo. Mateo, como dije antes, mi hijo mayor, se casó hace unos meses. Le pusimos de nombre Mateo ante la insistencia de mi abuela paterna, empeñada en que se llamase como ella. Accedimos para evitarle el disgusto y lógicamente en vez de Matea, le registramos como Mateo.
Tenemos nuestra pequeña vivienda en la calle Delicias. Tras caminar unos metros por la misma acera de cada mañana, llegué a mi pequeño negocio de reparación de calzado, me detuve frente al escaparate y miré hacia arriba con satisfacción: Reparación de calzado “LOS CLAVELES”, rezaba un cartel encima de la puerta. Estaba un poco descolorido, habíamos decidido no cambiarlo, con lo que costaba nos podríamos ir de vacaciones a Salou; en la cristalera habíamos colocado un pequeño cartel: “NO SE RECOGEN NUEVOS ENCARGOS, ENTREGA DE REPARACIONES, DE 5 A 8, HASTA EL SABADO 10 DE JUNIO”.
Atrás quedaban cerca de 33 años dedicados a mi pequeño taller de reparación de calzado. Estaba orgulloso de mi oficio de zapatero remendón; nos había costado mucho esfuerzo sacar el negocio hacia delante, no por la formación recibida en el Hospicio, que fue magnífica, sino porque todos los comienzos son duros.
Mantenía la mirada fija en el escaparate; por unos momentos, recordaba aquellos inicios de mi humilde negocio. Alquilé el local a Dª. Felisa, una señora viuda, originaria de Tarazona según me contaron, que desde el fallecimiento de su esposo se había vuelto un poco retorcida. Conmigo se portó estupendamente. Acordamos un alquiler mensual de 100 pesetas. Había meses que no podía pagarle, pero ella siempre me “fiaba”; sabía que con las pesetillas que me ganaba vendiendo almohadillas en el fútbol y en los toros, iba pagando mi pequeña máquina de coser, que también había adquirido a plazos. Con lo recaudado de las clientas le iba pagando a Dª. Felisa y cubriendo los gastos.
Pasaron los años, entre medias suelas, tacones, tapas y cuero, conocí a Pilar, una mozeta que había venido a servir a Zaragoza desde El Frago, un pueblecito de las Cinco Villas. Pasó lo mejor que me podía pasar, nos enamoramos, formamos un hogar, nacieron nuestros dos hijos y durante muchos años ella había sido mi compañera inseparable en el taller de zapatería. El negocio fue mejorando, dejando de pasar estrecheces. El mayor esfuerzo lo realizábamos en poder dar los estudios a nuestros hijos.
En el hospicio, el maestro D. Lorenzo Soler, me había enseñado el oficio. D. Lorenzo era de complexión fuerte, alto y bonachón, tartamudeaba un poco y los chavales lo imitábamos llegando a veces a la burla, si lo veíamos pasar por el recreo le cantábamos:

Zapa, zapa, Zapatero Remendón
Zapa, zapa, tus zapatos
duran menos que el carbón.
Zapatero remendón
El zapato has de coser,
Clava bien ese tacón
Que sino, no pagaré.

Como profesor del taller, era aplicado, amable y lleno de humanidad. Con las manos era un artista; zurcía y manejaba el cuero como nadie. En las clases de taller, D. Lorenzo nos enseñaba a coser los rotos de todos los zapatos, botas y sandalias de los niños del hospicio, el calzado de las monjas de La Caridad de Santa Ana y el de muchos de los pacientes del Hospital Provincial, echando medias suelas, enderezando tacones, remendando y tapando las bocas del calzado de los pobres. Mientras nos enseñaba, nosotros hacíamos un círculo a su alrededor, permanecía pegado a su taburete, que parecía formar parte de su cuerpo, tan encorvado como si nunca hubiese tenido erguido el espinazo. El hospicio estaba ligado al citado hospital y ambos dependían de la Diputación Provincial de Zaragoza. Íbamos una treintena de chavales que a decir verdad, volvíamos locos al Sr. Lorenzo.
Con el tiempo nacieron mis dos hijos: primero Mateo, con muchos esfuerzos por parte de todos, había finalizado sus estudios de Medicina. Más tarde, tras mucho empeño, había conseguido una plaza de médico en el Hospital Provincial, donde trabajaba de ayudante para el Doctor Val-Carreres. Jesús, mi hijo pequeño, optó por la carrera militar y, tras pasar por la Academia General Militar, ejercía de Teniente de Caballería en Badajoz.
Estos días Pilar iba a atender por última vez a nuestros clientes, entregando las últimas reparaciones que habíamos realizado a lo largo de la semana. Las seis cajas que teníamos se iban a vaciar poco a poco, cada zapato, sandalia o bota entregado, iba acompañado de un trocito de nuestra vida entre las cuatro paredes del pequeño taller.
Las cajas estaban marcadas de lunes a sábado; una vez que llegaba el cliente al taller con el calzado a reparar, lo depositábamos en la caja que correspondía al día de la semana que estábamos. Seguíamos un riguroso turno en la reparación.
Miré el reloj y pensé: “Me quedan dos horas para la toma de posesión”. No quería llegar tarde. A pesar de que el día anterior habían insistido en enviarme un coche oficial para llevarme al Pignatelli -que raro suena, para mí siempre será el Hospicio-, me negué a ello. Qué vergüenza hubiese pasado si mis vecinos me hubiesen visto salir de casa en coche oficial. Qué hubiese pensado el Sr. Gabriel de Tabuenca, anarquista de toda la vida, o la Sra. Isabel, zaragozana hasta la médula, muy devota de la Virgen del Pilar y que seguía añorando al Caudillo. Tomé la decisión de ir andando.
Mientras caminaba por la avenida de Madrid, recordaba la llamada que había recibido hace una semana de mi gran amigo Enrique Pimentel. ¡Qué gran muchacho!. Nos conocimos en el Hospicio, nos hicimos inseparables; éramos uña y carne. Los últimos años, me había llamado varias veces ofreciéndome un puesto de trabajo en Huesca Tenía una gran industria de maquinaria agrícola: MAQUINARIA PIMENTEL. Era conocida en todo el mundo; trabajaban cerca de trescientas personas en la fábrica de la capital oscense. Pero yo no podía trastocar los estudios de mis hijos y por eso nunca acepté sus ofertas de trabajo; también es cierto que no permitió que le devolviese las 320.000 pesetas que me había prestado para comprar el piso; por eso siempre le estaba agradecido.
Hacía un mes que se habían celebrado elecciones autonómicas en Aragón. Mi amigo Pimentel encabezaba la candidatura del PSAL, Partido Socialista Aragonés Libre. Ya de chaval, en el Hospicio, demostraba las inquietudes que tenía, pero lo mejor de él, era su inteligencia. En clase de mecánica, ponía contra las cuerdas al profesor “Pata palo”, así llamábamos a D. Ignacio Sicilia, Maestro Industrial y profesor de electricidad y mecánica. El apodo le venía porque le faltaba una pierna. De niño el tren se la arrancó por encima de la rodilla. No me extraña que mi amigo Enrique llegase tan lejos con las cosechadoras, empacadoras, arados, etc.
Bajé a felicitarle el día de las elecciones a la sede de su partido en el Coso Bajo. Al vernos, un fuerte abrazo precedió a un derroche de lágrimas. Parecíamos dos niños huérfanos. Cuando pudimos disimular las lágrimas, me preguntó por Pilar y los chicos. Todos muy bien, le contesté. Te llamo, me dijo él al oído.

Observaba a mi amigo, todo eran parabienes y felicitaciones; cada abrazo que le daban lo sentía como algo mío. Qué importante me sentía al saber que mi amigo Pimentel, iba a ser el próximo presidente del Gobierno de Aragón.
Me habían indicado que al llegar al Pignatelli, tenía que entrar por la puerta lateral, junto al noviciado de las hermanas de La Caridad de Santa Ana, pues la entrada principal estaba cerrada al acceso del público.
Al ir a entrar, me encontré con un señor uniformado dentro de una garita:
-Buenos días, le dije.
-Muy buenos, por aquí no se puede pasar, me dijo amablemente.
-Soy consejero, le contesté
-¿Consejero de qué?
-Del Gobierno de Aragón, de D. Enrique Pimentel.
El señor, sorprendido, descolgó un teléfono. No pude ni intenté descifrar lo que decía; yo seguía pensando lo cerca que estaba del patio de niños, donde tantas veces habíamos jugado al fútbol con aquel viejo balón de piezas de cuero, las veces que entrábamos con las rodillas desconchadas y llenas de rasguños de sangre…
-¿Cómo se llama Usted?, me preguntó.
-Jesús Pina Navarro, le respondí.
La hermana Magdalena nos abroncaba cada vez que aparecíamos con las rodillas llenas de polvo y sangre, mejor sus broncas que encontrarnos con la hermana Rosa, que en cuanto nos veía aparecer con las rodillas manchadas o algún jirón en la ropa, se subía por las paredes. Por su boca salían improperios inadecuados para una monja, pero al final nos escapábamos por los amplios pasillos hasta encontrar algún retrete o rincón donde huir de su mal genio y de los golpes que solía darnos con un crucifijo de madera que llevaba colgado al cuello.
-Perdone, señor, continúe por esta acera hasta la puerta principal.
-Perdone, señor, volvió a repetir.
Estaba mirando el jardín de la entrada principal, lleno de flores, las mismas que durante años, en el mes de mayo, la hermana Castejón, monja tan buena como grande, nos hacía recoger para llevarlas a la iglesia del hospicio, ya que era obligatorio celebrar el mes de las flores dedicado a la Virgen.
-Perdone, señor, continúe por esta acera hasta la puerta principal.
-Gracias, le contesté.
 Mientras caminaba por la acera, recordaba la llamada que había recibido de mi amigo Pimentel. Me pidió que le acompañase a comer -tenía un interés especial en hablar conmigo-. No tuve ningún problema en acudir a la cita; nos veríamos en Casa Emilio.
Durante la comida repasamos cientos de cosas de nuestros años en el Hospicio, de las monjas, de los maestros, de los compañeros, de las travesuras, de cuando saltábamos al huerto de las monjas, de las collejas, de los castigos...Todo eran recuerdos agradables, algunos menos, pero esos los pasamos por alto. Al llegar a los postres me comentó directamente:
-Jesús, quiero que seas Consejero de mi gobierno.
-¿Qué?
-Cómo lo oyes, cuento contigo, y ahora no puedes negarte, tus hijos llevan su vida y no te necesitan.
Se hizo el silencio, transcurrieron unos segundos, levanté la mirada y le dije: De acuerdo, cuenta conmigo.
Lo peor estaba por llegar, se lo tenía que explicar a Pilar, al escucharlo le entró una carcajada que retumbó en toda la calle Delicias.
-Estás loco, pero mucho más tu amigo Pimentel, el gobierno no se merece alguien tan trabajador y honrado como tú, esas cosas son para los políticos, para los vividores y para los ricos,  ¿qué pinta un zapatero remendón en un gobierno?
Antes de llegar a la puerta principal, apareció corriendo un señor con un traje de alpaca negro. Iba vestido con el mismo estilo que me hicieron ponerme el día de la boda de mi hijo Mateo.

-¿Don Jesús Pina?, me preguntó
-Sí, para servirle.
-Soy José Antonio Martínez, Jefe de protocolo de la DGA.
-Encantado.
-Sígame.
Seguí sus pasos, llegamos al portalón de la entrada principal ¡cómo había cambiado!. En nada se parecía a los de nuestra época en el hospicio. Ya no estaban las dos porterías, la de la izquierda de niños, la de la derecha de niñas, ni las dos monjas que recogían a los pequeños cuando los dejaban sus padres, ni se escuchaba los llantos de los pequeños…El jefe de protocolo iba contándome los actos que se iban a llevar a cabo en el día de hoy. No entendía nada; seguía mirando con el rabillo del ojo el patio, la iglesia, mentalmente repasaba situaciones vividas y, la verdad, no me enteraba de mucho; bueno, de casi nada.
Después de varias vueltas, por los pasillos, que no se me hacían desconocidos, llegamos a la zona donde en su día estuvieron las habitaciones de los más pequeños. Un gran cartelón indicaba: Departamento de Industria, Comercio y Turismo. Al entrar había una fila de varios empleados, uno a uno, me los fue presentando el jefe de protocolo:
-D. Pablo Laviña, Director General de Industria.
-D. Marcos Pascual, Director General de Comercio.
-Dª. María Soler, Directora General de Turismo.
-Dª. Enriqueta Mena, Jefa de Prensa.
-Dª. Lucía Cuartero, Jefa de Protocolo.
-Dª. Agustina Gallizo, Secretaria general del departamento.
-Dª. Isabel Piquer, Secretaria particular del consejero.
-Dª. Eugenia Gil, Secretaria adjunta.
-D. José Herrando, chofer del consejero.
Uno a uno les fui dando la mano, me sentía un poco acomplejado, cargos y cargos y cargos. Ufff, pensé, con lo bien que estaba yo en mi taller y con mis clientas, anda si me viesen mis vecinos…
Al fondo había un señor con un traje azul que nadie me presentó.
-¿Quién es ese señor?, le pregunté al Sr. Martínez.
-Es el bedel, me respondió. Me acerqué a él, sonriendo le dije:
-Hola, soy Jesús, el nuevo consejero.
-Bienvenido, soy Javier, el ordenanza del departamento.
-Encantado de conocerle, ¿cuál es mi despacho?, le pregunté.
-Aquel de la puerta verde, me indicó.
-Acompáñeme.
El despacho era inmenso, todo bien ordenado, recogido, en nada se parecía a mi taller. Los ventanales daban a lo que en su día fue el patio de chicas. Me quedé mirando fijamente; ya no había niñas correteando, ni maestros, ni monjas, sólo se veía a un jardinero, que cuidaba con especial mimo las plantas.
-Bueno, Javier, a partir de ahora cualquier cosa que necesite cuente conmigo.
-Gracias, D. Jesús, me contestó.
-Tutéame, por favor.
Salimos del despacho y ahí estaba todo el grupo reunido, supongo que esperando instrucciones. El Jefe de Protocolo me indicó amablemente que teníamos que ir al salón de reuniones de Presidencia. A las diez iba a celebrarse el primer Consejo de Gobierno.
Consejero de Industria, Comercio y Turismo, no quedaba mal. Respecto a industria estaba bien preparado. Tenía una industria pequeñita, pero al fin y al cabo industria; en cuanto a comercio, llevaba muchos años regentando uno, pues los impuestos los pagaba como comercio; del turismo ya me apañaría, el haber viajado a Canarias en el viaje de novios no creo que fuese suficiente motivo para conocer algo de la gestión turística.
Llegamos a un enorme salón, donde íbamos a reunirnos por primera vez. Me sorprendió que el único de los hombres que no llevaba traje era yo. Las cuatro consejeras llevaban sus mejores galas. Igual tenía razón Pilar y debía haberme puesto el traje de la boda de Mateo.
Nos fue presentando el presidente -¡que bien suena lo de presidente!-. Yo también había sido varias veces presidente de la escalera. Nos dirigió solemnemente la palabra, a veces cerraba los ojos para escucharlo, notaba los olores de mi infancia, escuchaba los gritos de sor Jesusa, los chirridos de las literas, los martillazos de D. Lorenzo claveteando los zapatos. Pimentel iba desgranando su programa de gobierno mientras me entraba un profundo sueño…De repente, me desperté asustado, miré de reojo hacia la mesita de noche. El despertador indicaba que eran las seis y veinticinco, estaba soñando. Ni había consejería, ni mi amigo Enrique Pimentel era presidente, ni estaba en el Hospicio. Ufff, respiré aliviado. Había sido una pesadilla; Pilar estaba a mi lado durmiendo.
Cuando bajé por la escalera me encontré a la señora Isabel que iba a sacar a su perrita. El saludo casi siempre era el mismo:
-Buenos días, Dª. Isabel.
-Al que madruga Dios le ayuda, me contestaba ella.
-Si va con buenas intenciones, le respondía diariamente.
En la calle, el trajín de gente era incesante. Llegué a mi taller de zapatero remendón,  donde todo seguía igual. Observé mi flamante cartel: Reparación de calzado “LOS CLAVELES”. Subí la persiana y ahí estaban las cajas llenas de zapatos, todo ordenado y listo para comenzar un día más la faena. Miré la foto de la graduación de mi hijo pequeño, estábamos los cuatro, sonreí recordando mi corto mandato como consejero.
Me coloqué el mandil, ennegrecido por el paso de los días y el betún; puse en marcha mi moderna máquina de reparación de calzado y pulsé el interruptor de la radio. Daban las noticias del día. Empecé a canturrear una canción que había aprendido en el hospicio:

“En la calle Pignatelli
hay una zapatería
donde van las chicas guapas
a tomarse las medidas.

Con el refajito corto,
se les ven las pantorrillas,
al zapa le da vergüenza,
se ha caído de la silla”.

Ahora, en la radio, sonaba música de Manolo García; comencé a colocar unas tapas en un par de botas altas. Me sentía la persona más feliz del mundo con mi oficio de zapatero remendón. Menos mal que fue un sueño, pensé para mis adentros.

Jesús Lasobras Pina











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